Reparar

Se me rompía el corazón y me entristecía mientras un padre me contaba lo enfadadas que estaban sus hijas con él, a las que hacia mucho que no veía, por una decisión que había tomado mucho tiempo atrás.  Me decía: cuando eres padre, es inevitable cometer errores.

Cierto que esto ocurre a menudo durante la vida: tomamos decisiones que afectan a otros y no cumplimos con sus expectativas. Los hijos se enfadan con los padres y viceversa porque reciben algo inesperado de la otra parte. Esto crea enfado y a la larga resentimiento. Durante años castigamos a esta otra parte con determinadas acciones porque se traicionan nuestras expectativas. A veces, este tipo de situaciones no permiten otras formas de relación entre padres e hijos. El tiempo pasa, nuestros padres envejecen, enferman, mueren y en algunos casos jamás resolvemos estos desacuerdos. Creo que lo que me entristecía del relato inicial, era saber que él tomó aquella decisión desde el amor, pensando que sería lo mejor para ellas. Como decía Oscar Wilde: a menudo, con las mejores intenciones, conseguimos los peores resultados.

Jose Luis Sampedro, en su libro Escribir es Vivir, explica cómo se hizo escritor. Durante todo el libro relata muchas anécdotas relacionadas con cómo se inició en la lectura y después en la escritura. Utilizaré una de ellas para contaros algo.

Sampedro nació en Barcelona aunque desde muy pequeño debido al trabajo de su padre se fue a vivir a Tánger. En los años veinte del siglo pasado, esta ciudad era muy internacional, Habitaban personas de muchos países diferentes. Los niños en el colegio tenían diversas lenguas maternas, celebraban varias fiestas nacionales y el descanso semanal escolar se repartía entre los días sagrados de tres religiones: católica, judía y musulmana. Según Sampedro, en aquella época convivían de un modo pacífico las tres creencias. Cuando había una fiesta cristiana todos los niños del colegio acudían. También con las celebraciones musulmanas y judías.

En 1925, cuando tenía ocho años, sus padres pensaron que la escuela de Tánger tenía ciertas limitaciones y que sería mejor que Sampedro niño fuera con su tía ese otoño a vivir a Zaragoza. Al final decidieron que iría en verano para que pudiera disfrutar de unas vacaciones en el campo, concretamente en Cihuela, provincia de Soria. Sampedro cuenta que cuando llegó a Castilla, “… era como llegar a la Edad media. Acababan de instalar la luz eléctrica y únicamente la daban un rato al anochecer.” Venía de Tánger con su agitada vida nocturna y en Cihuela sus tías y sus criados se encerraban en una habitación cuando llovía para quemar velas y rezar a Santa Bárbara. En el libro escribe: “… era un choque de civilizaciones para un niño de 8 años aunque no estuviera de moda hablar de traumas infantiles.” “Este cambio provocó en mí que yo me hiciera escritor”, ya que se refugió en la lectura.

Más adelante comenta hablando de sí mismo “… el niño interpreta ese cambio tan brutal de Tánger a Cihuela como un rechazo de sus padres, como si sus padres le hubiera enviado ahí por falta de cariño, para librarse de él, siendo como ya he explicado todo lo contrario.”, “… experimenté tal sensación de abandono y orfandad que me encontré totalmente desolado.”, “… pese a ser un niño bien tratado y querido por todo el mundo, me sentía falto de cariño.”, “… me sentía solo, muy solo, en la más absoluta soledad.”

Algunas personas probablemente puedan identificarse con este relato. En terapia, de hecho nos encontrarnos con situaciones similares. Decisiones que nacen desde el amor, de lo que se cree mejor para un hijo o hija y que provocan en ellos sentimientos de enfado, tristeza y soledad. Lo que duele en ocasiones no nos deja ver más allá. Es como si sólo pudiéramos ver esta parte de la historia de nuestras relaciones entre padres e hijos. No quiere decir que en terapia tratemos de apaciguar el enfado o la tristeza que sentimos. No bajamos el volumen de estas emociones sino que les damos un lugar, un espacio para que puedan ser reconocidas, expresadas, vividas y aceptadas.

Muchas veces pensamos que lo ideal es controlar las emociones y pensamos que lo adecuado para controlarlas es no sentir. Esta acción conlleva mucho esfuerzo y además provoca en nosotros insatisfacción. Esto ocurre porque cada emoción trae consigo una necesidad que necesita ser atendida. Si la emoción no es atendida la necesidad tampoco es satisfecha. Reconocer qué sentimos sirve para saber dónde estamos, para aceptar que la situación es esta y puede ser un periodo para averiguar qué necesitamos, en definitiva para escucharnos y atendernos. En ocasiones, es en este tipo de experiencias vitales nos encontraremos con “algo” que da sentido a nuestra existencia. Sampedro consigue apasionarse con la lectura,  disfruta leyendo y alivia el dolor que siente. Lo que nace como recurso para adaptarse a aquella situación -a esto en terapia Gestalt le llamamos ajuste creador- años más tarde le serviría para su profesión de escritor. Es este momento de gran impacto donde se cultiva un recurso que en un futuro servirá para darle sentido a su vida. Incluso de algún modo puede sentirse agradecido a sus padres, a la experiencia. Gracias a este hecho y probablemente a muchos más que encuentra su afición y profesión.

No es fácil “quedarse” en una emoción, sobre todo si es de las que llamamos “negativas”. En terapia Gestalt entendemos que las emociones no son ni buenas ni malas, no son positivas o negativas, sino que simplemente son y nos informan de algo. De lo que nos informan lo dejaré para otro texto.

Vivimos en un mundo en el que se promueve que tenemos que estar siempre bien, alegres a toda costa. A nadie le gusta sentirse enfadado, triste o tener miedo pero es que hay situaciones en la vida que inevitablemente provocan estas emociones. Pensamos que si estamos tristes lloraremos toda la vida. Sin embargo, paradójicamente cuando permanecemos en las emociones podemos descubrir otros aspectos, matices, otras sensaciones, otras emociones, recursos y habilidades de los que disponemos. Como en el relato de Sampedro, el hecho de reconocer años más tarde que se sentía solo, ser consciente de su tristeza, le permitió avanzar y darse cuenta de que aquello que ocurrió no sucedió por los motivos que él pensaba. Pudo darse cuenta de sus recursos y entender que la decisión que tomaron sus padres nace con la mejor de las intenciones. Fue un acto de amor.

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